Martes, 14 de noviembre de 2006
Ángel González (Oviedo, 1925) era un busto perfectamente digno la otra noche en la sala de plenos del Museo Municipal escoltado por el alcalde Manuel Pérez y por el decano de Humanidades Miguel Panadero. Semioculto detrás de los micrófonos, ante tres cámaras de televisión, con su inseparable vaso de Johnny Walker al alcance de la mano, el poeta parecía perdido en lentas cavilaciones mientras los periodistas enunciaban sus preguntas. Pero enseguida se aprestaba a responderlas, demostrando que su ausencia era sólo aparente.
Como su último libro publicado hasta la fecha lleva por título Otoños y otras luces, uno de los entrevistadores tuvo la ocurrencia de preguntarle que para cuándo el invierno. “Cuando llega el invierno, se desconecta uno del mundo –contestó González. –El mundo ha cambiado muy rápido y se siente uno fuera de él. No lo digo yo sólo, lo dicen escritores de mi edad a los que estoy leyendo ahora. Todos dicen lo mismo.” Y volvía a su aparente letargo de ojos a media asta y de puños cerrados sobre la mesa, hasta que otra pregunta o su propia tos intermitente de fumador le hacían reaccionar.
Muchas veces ha contado, y la otra noche volvió a hacerlo, que su llegada a la poesía vino por un alejamiento de tres años en un pueblo de los montes de León. Estaba al final de la adolescencia y comer bien y descansar eran las únicas prescripciones útiles que le hicieron los médicos para curarle la tuberculosis pulmonar que había contraído. Su hermana estaba de maestra en ese lugar recóndito. De modo que por primera vez se apartó del mundo con “unos pocos libros doctos”, todos de poesía (Juan Ramón Jiménez, Lorca, Alberti y algún otro), y esa fue su dieta diaria durante toda la convalecencia. Al volver, era poeta, o casi. “Comencé a escribir como reflejo de lo que leía todos los días durante esos tres años”.
Antes de que terminara la rueda de prensa, el público abarrotaba ya el salón de actos, con lo que las preguntas de los periodistas dieron paso a la lectura casi sin solución de continuidad: “Os voy a leer treinta minutos de versos”, prometió Ángel González con voz débil pero audible a través de los micrófonos, con una dicción que poco a poco se fue oscureciendo en torno a las erres. Se había propuesto que sus primeros poemas publicados en libro fueran testimoniales. “Cuando ya estaban impresos, me di cuenta de que esta parte confesional tenía siempre finales desalentados. Me sorprendió mucho porque era entonces un hombre joven al que le gustaba vivir la vida. Pero comprendí que ese desaliento obedecía no a un fracaso personal, sino a uno colectivo. Fui un niño de la Guerra Civil”.
Nunca hasta que lo oímos de su boca habíamos sentido tanto la relación entre sus poemas y la Guerra y, después, con el largo franquismo: “La dictadura fue muy larga. Siempre se esperaba que pasase algo y nunca pasaba nada”. De eso habla su poema “Porvenir”. Tuvo que acostumbrarse a esquivar la censura usando la ironía. “Poco a poco me di cuenta de que la ironía pasó de ser un procedimiento a ser casi un tema del poema, para expresar lo que el mundo tiene de ambiguo”. A veces, paseando la mirada entre la concurrencia, se sorprendía a espectadores murmurando los versos un segundo antes de que el poeta los leyera.
Sus manos, imperturbables, seguían sosteniendo el libro con firmeza. González tiene unas manos finas pero sólidas, que apoyan la lectura sin un titubeo. Alguien diría que recuerdan sus primeros versos (“para que mi ser pese sobre el suelo…”). El público, que estaba entregado desde el principio, se fue entregando más y más a medida que avanzaban esos treinta minutos de intimidad compartida, hasta el punto de que nadie movió ni un músculo cuando González hubo rematado los últimos versos del último poema. El silencio era tan impresionante y la devoción tan transparente que se vio obligado a añadir un bis no previsto.
Luego atendió a sus admiradores, firmó libros, con la misma alternancia de amabilidad y ausencia que había mostrado en público, y así siguió durante la cena posterior con autoridades y poetas. Siempre sumido en un letargo inquietante, hasta que algún comentario le intrigaba o le arrancaba un comentario agudo y lacónico a la vez, a veces mordaz. Asomaban entonces sus dientecillos de ratón, una sonrisa rápida que iluminaba el ambiente unos segundos, antes de regresar a su dignidad de busto que parece dormitar despierto sin perderse ripio de lo que pasa en torno a él.
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