Benjamín Prado

Jueves, 29 de noviembre de 2007
Benjamín Prado es antes que nada el personaje de su propia obra. Alto y delgado, con una nariz muy personal que marca su sonrisa, este madrileño ha escrito un montón de novelas, biografías y poemarios, está traducido en los principales países de occidente y colabora en varios medios informativos. Sin embargo no se olvida de encarnar al personaje original, el que abrió su trayectoria literaria. En su lectura de Albacete se remitió a la mañana de domingo en la que, siendo adolescente, se dirigía a comprar un helado para la familia, se encontró con Rafael Alberti y le preguntó: “¿Tú eres Alberti, verdad?”
Por aquella época, Prado estudiaba el COU en Las Rozas y esa misma semana había escuchado en la radio cantar a Bob Dylan. “Yo quiero ser ese tío, se dijo”. Y escribió unos cuantos poemas intentando imitarle. Luego acudió con ellos a su profesor de literatura para que le aconsejase. El profe, que se ve que era moderno, le dijo: “Vamos a empezar la casa por el tejado”, y le conminó a que leyera los libros más surrealistas de García Lorca y de Rafael Alberti. Encontró “Sobre los ángeles” en una librería y se estremeció hasta los tuétanos: “Nunca había pensado que se pudiera conseguir algo así sólo con palabras, sin música ni otros aderezos”. De modo que cambió de opinión, ya no quería ser Dylan sino Alberti.
Y justo el fin de semana siguiente, cuando iba a comprar una barra de helado para su familia al bar de la esquina, se lo encontró allí sentado en carne y hueso. Tenía demasiado reciente la fotografía del libro como para confundirlo con otra persona, pero aún así le preguntó: “¿Tú eres Alberti, verdad?”. El autor de “Sobre los ángeles” le preguntó la edad y al constatar que había cumplido dieciocho, lo invitó a un gin-tónic. La amistad se prolongó a lo largo de trece o catorce años. “Me enseñó la pasión por la literatura y por la vida; disfrutaba de una conversación, de una comida, de un árbol; el árbol que yo veía todos los días sin verlo, de pronto él me lo descubría.”
Benjamín Prado hizo aquí una pausa para referirse al aspecto más mujeriego de su mentor. Dice que era un hombre con peine en el bolsillo y que cuando veía acercarse una mujer lo sacaba para ponerse en orden el cabello. “No sé por qué comento yo esto”, se cuestionaba antes de proseguir. Aseguró que Alberti lo retaba: “A ver quién se la liga antes, si tú con tu juventud o yo con mi prestigio”. Había que preguntarse qué influencia había tenido esa presencia tutelar del genio en la literatura de Benjamín Prado: “Estar con Alberti fue una suerte más vital que literaria”, concluye el madrileño.
Esa misma pregunta se la había formulado años antes Julio Cortázar durante una comida literaria, aprovechando una breve ausencia del poeta de la Generación del 27: “¿Vos también escribís?”, interpeló a Prado, y al escuchar su respuesta balbuciente pero afirmativa, el argentino volvió a preguntar: “¿Es difícil al lado del gran cronopio, cierto? Aceptame un consejo: de momento apilad, apilad no más”. Un consejo al que Benjamín Prado añadió otro oído de labios de su maestro: “intenta tomarte siempre muy en serio tu obra y muy en broma a ti mismo”.
Esta larga acumulación de recuerdos iba retrasando la lectura. Benjamín Prado reconoció que lo hacía a propósito, porque la lectura de sus propios poemas siempre le dejaba una desconcertante sensación de rapidez. “La poesía puede ser una maldición”, aseguró: “estás viendo una película y se te ocurre un verso; estás leyendo otro libro y lo mismo.” Pero finalmente accedió a adentrarse en sus poemas, empedrados de imágenes deslumbrantes que sin duda remiten al maestro, de enumeraciones que remiten a Borges. Prado asegura cuando escribe se pelea con el yo, porque “lo que importa de un libro es lo que cuenta de sus lectores, no del autor”. Sin embargo no pudo evitar que aflorara el sentimiento personal en algunas de sus piezas dedicadas a Alberti, del que hace muchos años también había escrito, a modo de resumen de su amistad, una biografía titulada “A la sombra del ángel”.

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