Jueves, 19 de octubre de 2007
Un albañil de Priego se puso a fabricar un corral, se olvidó de abrirle una puerta y se quedó encerrado dentro. La mujer que le había hecho el encargo le preguntó: “¿dónde está la puerta?”. “Se la pongo donde usted me diga”, fue la respuesta del albañil. La anécdota, absolutamente real, según asegura Diego Jesús Jiménez (Madrid, 1942), le ayudó a comprender que él se quedó encerrado en el primer poema que escribió y que, buscando una puerta, escribió un segundo poema, y un tercero, y así sucesivamente, hasta sumar el número que suma a día de hoy, sin haber salido aún.
Y hay algo de encierro, sin duda, en su poesía y en su vida. Vive en Madrid, la ciudad en que nació, pero la detesta y por eso no sale casi nunca de casa. Menos todavía para frecuentar cenáculos y tertulias. De hecho, es poco conocido a pesar de haber obtenido dos veces el premio Nacional de Poesía y de haber ganado el Adonáis con su primer libro. “Le debo más al fracaso que al éxito”. Él dice que no frecuentó lo bastante la casa de Vicente Aleixandre, donde en su tiempo se cocían las glorias literarias. Pero no parece pesarle. Siempre que puede se escapa a Priego o a Villarta a coger setas, como este fin de semana, con unos pocos amigos. A veces se ha venido a Albacete y se ha sentado en el Paseo de la Libertad bajo el clamor de los pájaros. “Tenéis suerte de vivir en Albacete”.
Dice que no sabe dónde está la línea que separa la realidad de la ficción. Cuenta que Tapies criticó en su día el hiperrealismo porque lo juzgaba innecesario desde que se había inventado la cámara de fotos y podía captarse la realidad sin recurrir a los pinceles. Pero Diego Jesús Jiménez encuentra muchos posibles cuadros de Tapies en la vida cotidiana, unas pisadas en la arena, unos trazos en una reja, que también podrían fotografiarse y punto. Y en cambio encuentra muchas abstracciones en las obras de un pintor hiperrealista como Antonio López. La comparación no es gratuita porque Diego Jesús Jiménez también es pintor.
Y poeta hiperrealista. Él llama a lo que hace realismo de corte irracional y dice que aborda el poema como un espacio de convivencia entre lo real y lo irreal, pero no porque se lo proponga, sino porque el propio poema se lo impone. Y así le salen metáforas raras, como “un verde que se encoge de hombros” o “la muerte de madera de los soldados”, que sólo son maneras de intensificar la realidad. El surrealismo le parece otra cosa, le parece que crea su propia realidad, diferente a la vida.
Crecido de hombros y fumando sin tregua, antes y después de pasar por el estrado, Diego Jesús Jiménez leyó sus poemas con pausa y con la voz muy ronca (“creía que no iba a poder”, reconoció luego). Una voz ronca que añadía relieve y dramatismo a sus metáforas. Sus poemas son largos casi siempre, aunque muchas veces le salen de un tirón, como el que dedica a una cómoda que era un altar y un relicario familiar. Llevaba muchos años rondándole el recuerdo hasta que salió, con lucha, porque él está convencido de que lo primero que hay que eliminar del poema es lo que uno ya sabe.
Es necesario esperar y pelear hasta que aparece lo involuntario. De hecho, él que simpatizó en su día con el comunismo y que conoció muy de cerca la poesía social, cree que cuando uno se pone a escribir, el compromiso ha de ser involuntario, te lo tiene que dar el propio poema. El último lo ha sacado directamente del cajón para leerlo en Albacete: muestra el manuscrito cubierto de tachaduras y bromea: “qué calamidad”. Y vence el miedo de compartirlo y resulta ser un buen poema en el que el poeta se desdobla (“Tiempo habitado”). Aunque seguro que lo seguirá corrigiendo y puliendo en las sucesivas ocasiones en que vuelva a sacarlo del cajón, porque es una obsesión en la que vive encerrado como el albañil de su pueblo dentro del corral que él mismo había fabricado. “Mi poesía está llena de errores, pero no de mentiras; me ha servido para conocerme mejor”, repite con su voz ronca de fumador y el cigarro en la mano.
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