Jueves, 22 de noviembre de 2007
Cuando oímos la radio, siempre nos formamos una imagen de cómo será la persona que hay detrás de la voz. Del mismo modo, cuando leemos un libro de poemas, se va perfilando tras ellos un personaje que nos habla. Yo había leído todos los libros de Karmelo Iribarren y había conversado con él por teléfono e intercambiado correos electrónicos. Pero me costaba creer que mi interlocutor fuera el personaje de sus poemas, una especie de detective apostado en la barra de los bares cutres o recorriendo a pie la ciudad siempre a deshoras.
Un detective que (y perdón por la etimología espuria) “detectaba” como nadie y resumía en unos cuantos versos los sentimientos y las reacciones que transpiran los demás, en las que no reparan porque viven muy deprisa o demasiado sordos al murmullo que suena de fondo bajo el mundo conocido. Desde que lo leí, había ido yo acumulando sin ser consciente de ello, una gran curiosidad por conocer al personaje que había detrás de los poemas de Karmelo Iribarren, por comprobar si encajaba en la imagen que había ido formándome al leerlos. Me preguntaba si sería sincera o simplemente la pose de un escritor con mucho oficio.
No hubo que dar muchas vueltas. Nada más verlo, de lejos, en la esquina del Gobierno Militar, frente a la plaza de Gabriel Lodares donde me esperaba junto a su mujer Ana, supe que era él. Se parecía vagamente al de las fotos, aunque no era el mismo de las fotos. Había en su presencia un deterioro familiar en algunos poetas de raza, esa aparente tosquedad en las formas, pero también esa singular agudeza que al final consigue que la primera impresión se vaya disolviendo hasta quedarse en anécdota. Iribarren lo ha leído todo en poesía y en novela negra y lo ha sabido mezclar con su talento de detective para hurgar en las entrañas de la rutina y sacarlas a la luz.
Cuando inició su lectura en el salón de grados de Humanidades parecía que no iba a ser capaz ni de empezar. La timidez, los nervios, le agarrotaban las manos. Sin embargo su voz enronquecida, dócilmente rabiosa con la vida, los fue hilando y enhebrando, conduciéndonos a través de ellos por un fascinante recorrido que él mismo descubría al pasar las páginas. Era como encender un cigarro con la colilla del anterior, sin salir del humo. Era como adentrarse por las calles de un laberinto sabiendo que uno no va a perderse porque la misma voz que te ha llevado hasta el corazón sabrá sacarte de él.
Formó así el caleidoscopio de una ciudad, Donostia, donde nació en 1959. Una ciudad a la que pertenece y que ha convertido en personaje de sus poemas.”Yo ando mucho, cruzo la ciudad casi todos los días. Y tomo nota, claro, levanto acta de lo que veo: una chica esperando el autobús, un gorrión peleándose con un pedazo de pan, dos viejos en una cafetería, un tren de cercanías, yo mismo reflejado en un escaparate, las hojas alfombrando un paseo, una ventana encendida en la madrugada, una pequeña ráfaga de viento que entra en la plaza y muere… Situaciones todas muy urbanas, muy cotidianas, a las que yo trato de extraer la poesía que llevan dentro, aunque no siempre lo consiga.”
Los críticos lo han encasillado en la versión española del realismo sucio, ese movimiento donde figuran escritores tan diferentes entre sí como Bukowski y Raymond Carver. Y no es malo que a uno lo encasillen, significa que existe. Pero cuando uno echa a escribir sólo le preocupa el poema que está escribiendo en esos momentos y todo lo demás importa muy poco. Iribarren a veces descubre antes que nada los finales; lee un diálogo en una novela y se dice: este sería un buen final. Y en torno a él va construyendo poco a poco, hacia atrás, el poema. Y al mismo tiempo lo va desnudando de retórica y hasta de adjetivos hasta dejarlo a la intemperie, como él dice. A veces, su editor Abelardo Linares le ha preguntado con intriga cómo logran sostenerse sus poemas, a veces sin un verbo siquiera.
El detective te mira fijo con sus ojos negros y se siente orgulloso porque puede. Orgulloso y a la vez lleno de dudas sobre lo que hace, como cualquier poeta. Con el don de darle vida escrita a lo que toca su mirada. Uno tiene la impresión de que en cualquier momento crecerá un poema ahí delante, y ya la voz y el personaje conforman una unidad indisoluble en la memoria. Era él.
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