15 de mayo: ADA SALAS

Foto Arturo Pérez

Ada Salas lee con enorme seguridad y convicción sus poemas de versos quebrados, alambicados, llenos de abismos gráficos. Como lector, siempre los disfruto y a la vez siempre me pregunto cómo sonarán en voz alta todas esas síncopas y suspensiones. Y resulta que fluyen, que la voz de Ada sabe llevarte de la mano por ellos con un tono hipnótico y suave. 

Toda amabilidad, Ada Salas se ha presentado en Albacete con sus dos libros más recientes, Descendimiento (2018) y Arqueologías (2022), ambos editados por Pre-Textos. Los anteriores quedan ahí, gravitando en la sombra, sobrevolando la atmósfera que envuelve nuestras cabezas desde la cúpula constelada y el patio de butacas del Teatro Circo. 

Es una nube que empezó a tomar forma en 1988 con Arte y memoria del inocente, un libro que hoy es un tesoro para coleccionistas. Cuajó en 1994, cuando obtuvo el premio Hiperión con Variaciones en blanco. Pronto, José Ángel Valente la adoptó como hija literaria y ella aprendió del maestro a conceder al silencio un papel primordial en su escritura. De paso tuvo que aceptar que la identificaran con esa corriente, la del Silencio, enfrentada con la de la Experiencia. Valente, que prefería decir lo que pensaba a ser políticamente correcto, echó no poco fuego a aquella guerra. Ella lo sigue recordando con enorme cariño, visualizando aquella casa de Almería, a la que Valente se retiró, y sus conversaciones telefónicas, sobre todo las últimas, en las que el maestro estaba ya apagándose.

Luego, Ada Salas quiso desmarcarse de los encasillamientos. Publicó un libro de título elocuente: Esto no es el silencio. Se proponía alargar más los poemas, reinventarse. Finalmente, plasmó sus convicciones, junto a unos cuantos poemas, en una antología que llamó Escribir y borrar, editada por Fondo de Cultura Económica. Allí terminó de definir su escritura, el peso actual de su voz, de aceptar que la poesía es un género que decide muchas cosas por su cuenta y que el poeta tiene que sacarles el máximo partido. Allí dejó dicho: "para siempre renuncio a la certeza", "no escribo para cantar, sino para indagar", "nada nace de mí que no me asombre".  

En su visita, Ada Salas nos ha contado que estos libros brotan concentrados en épocas determinadas, cuando consigue un año sabático de la enseñanza, por ejemplo. Porque en épocas de trabajo le cuesta más centrarse. Nos ha dicho que el título le llega pronto y ya es inamovible. Y que el estado de ánimo imprime el camino de los primeros poemas, aunque luego puede aparecer un referente que ayude a tirar del hilo, como esa tabla de Rogier van der Weyden sobre la que gira Descendimiento.  

También cuenta Ada Salas que suele escribir en la cocina, donde curiosamente la luz artificial le ayuda a concentrarse. Escribe siempre a mano, empuñando la pluma Watermann de punta de oro que le regaló Valente. Disfrazó aquel regalo de cambiazo: le dijo que se había acostumbrado a aquella modesta pluma que ella se dejó olvidada en un hotel. 

Ada escribe esos versos breves y quebrados en folios A3, que desecha una vez que los ha pasado a limpio. Hace poco ha descubierto que su marido Rafa Fontán los ha ido rescatando y conservando en un armario.

Dice Ada que no corrige demasiado, que madura mucho el poema antes de escribirlo y que quizá por eso le salen ya casi acabados, con el ritmo siempre vivo llamando a las palabras. El ritmo es el que determina la forma, esos quebrados que luego lee con sosiego y fluidez, como si se deslizara por los acantilados con zapatillas de danza.

Casi al final del acto, un espectador (Paco Jiménez Carretero) le pide que lea un poema que ella no había previsto leer. Entonces, por su respuesta, comprendemos que la naturalidad en la que llevamos un gran rato embarcados obedece a un estudio previo, que Ada no ha dejado nada a la casualidad, que no había leído ese poema previamente porque es consciente de que a los oyentes les va a costar más seguirlo.

Aunque lo lee de todos modos, claro. 

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