Eloy Sánchez Rosillo

Jueves 6 de noviembre de 2008


Es difícil imaginarse, mirando al Eloy Sánchez Rosillo de hoy en día, cómo fue aquel chaval de doce años a quien su madre internó en los Escolapios de Albacete, con la esperanza de que se apaciguase su carácter. Ahora nos visita con cierta frecuencia, tiene amigos aquí, admiradores de su poesía. Y el azar ha querido que se aloje casi siempre en el hotel San José, en una habitación que se asoma a las ventanas de la nave donde durmió aquel curso, Una estación en el infierno, como lo ha descrito en un poema. Yo lo he visto temblar de pies a cabeza al acercarse a la cámara donde los internados recibían las visitas de los familiares, temblar con el temblor del niño que se reencontraba con su madre, con un piano por testigo. Y lo he oído asombrarse con su voz ronca: “está exactamente igual”.

Porque Eloy Sánchez Rosillo tiene la voz ronca y cordial, en una combinación casi imposible. Es alto y se inclina hacia la amistad y hacia el micrófono. Ahora viste de negro en sus lecturas, como el mirlo con el que conversa en otro poema. El negro le resalta la barba y el pelo abundante que son tan canosos como la luz de la luna, que también aparece en todos sus libros, pues no en vano es un poeta lunático, como buen nativo del signo de cáncer. Pero ahí termina cualquier concesión a la locura, puesto que enseguida advierte que su obsesión es la claridad: “si alguien va a comprar un libro mío a una librería, lo primero que espera encontrar es que esté escrito en español, ya que soy un poeta español; y lo segundo es que se entienda. Porque lo que ocurre con una parte de la poesía española actual es que está escrita en chino. Y la gente que intenta leerla, se dice: será que no entiendo de poesía. Pero sí que entiende, porque no está escrita para los académicos ni para los eruditos, sino para la gente que se acerque a ella con un mínimo de costumbre de leer”.

Y con el mismo tono pausado con el que marca los acentos ayudándose de un vaivén de la mano, sigue afirmando: “quizá la palabra que más aparece en todos mis poemas es luz. Yo creo que la poesía es un ejercicio de claridad. Es un ver el mundo y tratar de hablar de lo que has visto, de lo que pasa por delante de tus ojos. La poesía es voluntad de ver. Y hay que hablar de eso, no rehuir los temas que importan, los cinco o seis temas que estamos siempre barajando los humanos”. Pero aclara que no escribe para explicarse el misterio del mundo, sino para participar de él. Fue un poeta elegíaco que ha descubierto la alegría.

Sí, cuesta ver en este hombre alto y ronco, pausado pero firme en sus convicciones, a aquel niño de doce años que temblaba de miedo, o de frío, o de ambas cosas, cuando iba a reencontrarse con su madre. También al adolescente que descubrió la vida en una aldea situada entre Barrax y Lezuza, en la que pasaba los veranos. “Le debo mucho a esta ciudad. Tuve la suerte, por mi edad, de conocer la noche sin luz eléctrica. Una noche que no debió de ser muy diferente a la que conocieron Hesíodo, Teócrito o Virgilio”. La noche que le fue calando lentamente hasta explotar un día: “La poesía se apoderó de mí en la adolescencia, de una manera febril, y ha sido el centro de mi vida”. Gracias a ella vuelve en todos sus libros a aquella aldea original, y se acerca al pozo y otra vez bebe y le sabe como entonces: “siempre el agua es un don, / pero nunca la vida ha vuelto a darme / un agua como aquella”.

No hay comentarios: