José Luis García Martín

Jueves, 27 de octubre de 2005
Allí estaba el crítico más temido de España, azote de poetas, temblor de versificadores, parado ante el Ayuntamiento de Albacete, (“un edificio curioso”), internándose en la catedral, examinándolo todo como un turista inofensivo, un sabio absorto en sus elucubraciones. “Soy un coleccionista de ciudades y me faltaba ésta. Las ciudades son libros, libros ilustrados”. No me cabe duda de que las conclusiones de José Luis García Martín sobre nuestra ciudad irán a parar a cualquiera de sus múltiples escritos, tal vez un libro de viajes, porque este hombre lo escribe todo. Y debe ser entonces, cuando escribe, cuando se convierte en míster Hyde.
Ahora parece el bondadoso doctor Jekyll: “He dejado de escribir diarios. Estaba cansado y además luego la gente se enfadaba”. La gente son sus amigos, sus ex-amigos, como los califica en alguna entrevista. También ha dicho en las entrevistas que antes aspiraba a que lo considerasen poeta, pero que se ha acostumbrado a que prevalezca su condición de crítico porque le gusta hacer de malo. Su fama le precede, también sus manías un tanto excéntricas que él mismo ha descrito en sus libros y en sus poéticas. Por eso sorprende aún más verlo tan sencillo charlando de lo bien que le ha ido el viaje y comentando con interés los edificios de Albacete que, dicho sea de paso, a los albaceteños suelen parecernos bastante anodinos e insignificantes. Si un visitante inteligente los valora, también nos ayuda a verlos con nuevos ojos.
García Martín ha venido a leer sus poemas, pero se advierte una especie de resistencia interior a decirlos en voz alta. Explica que hay una poesía para declamar, pero que la poesía que escribimos hoy en día es íntima, está concebida para ir de poeta a lector, y en cierta manera se desvirtúa si se lee en voz alta. De este modo, lee un puñado de poemas, pero enseguida pide hacer un alto para seguir hablando de su gran pasión, la lectura: “El lector es el rey de la literatura. Yo como soy caprichoso, voy a una librería y me parece que todo el mundo ha estado trabajando para complacerme a mí, que puedo escoger uno entre todos los libros que se me ofrecen”.
Habla sin tapujos de su proceso de selección: “los libros que recibo los exploro, los abro y los clasifico en tres grupos: los que no me interesan, los malos de solemnidad que dejo para reírme con los amigos, y los que aparto para leerlos con más atención en el momento adecuado”. Luego, también hay un ritual para los elegidos: “los libros son muy celosos, se ojean en montón, pero se leen de uno en uno. Lo tomo y me lo llevo a un bar, por ejemplo. Y no leo todos los poemas seguidos, tiene que haber una especie de cortinilla entre uno y otro, una pausa en la que miras a tu alrededor”.
Accede entonces a seguir leyendo su poesía. Desde su tercer libro, se pone casi sistemáticamente en la voz de un personaje histórico o cercano, real o inventado, cada vez uno distinto, un recurso llamado monólogo dramático. Por eso es el poeta de las mil voces, de las mil máscaras. “A este poema lo llamé Imitación de Li Po, no porque tenga nada que ver con Li Po, sino porque me salió sentimental y creí que sería mejor atribuírselo a un poeta chino”. “La gente se cree que estoy detrás de los poemas en los que el autor habla con el corazón al desnudo, pero ocurre al revés, es una de mis máscaras preferidas”.
“Afortunadamente he sido un poeta de aprendizaje lento. Imagínate qué terrible que te ocurra como a Juan Rulfo, que escribes tu mejor obra a los treinta años y luego te pasas el resto de tu vida intentando superarlo y con miedo de no conseguirlo, rompiendo lo que haces. Lo más angustioso que le puede pasar a una persona es que pierda el talento antes de perder la vida.” Y no quiere seguir leyendo, se nota que ha hecho un gran esfuerzo para enunciar con su propia voz, en alto, esos poemas. Se excusa diciendo que son tristes al final, muy funerarios al principio.
A ti lo que te pasa es que eres un poeta pudoroso”
“Qué va, estoy fingiendo” murmura.

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