Miguel D´Ors

Viernes 14 de noviembre de 2008


Entre los asistentes a la lectura de Miguel D´Ors, cerca de medio centenar de personas que se habían desplazado sólo para escucharle hasta el Campus en la inhóspita noche del viernes, flotaba una pregunta que al final alguien se decidió a formular en voz alta: ¿por qué salen tus libros siempre en editoriales periféricas, con una distribución tan limitada que cuesta un montón conseguirlos fuera de Sevilla? El poeta ha contestado muchas veces a esta pregunta para la que tiene dos respuestas: prefiere confiar sus libros a sus amigos, que se los editan con cariño. Pero además, dice (y asegura que lo dice con ironía pero en serio) que él basa su éxito en que la gente no lo ha leído mucho, sólo de una forma parcial, en antologías, donde todo el mundo queda más o menos bien. “Por eso, insiste, tengo una cierta fama. Si me hubieran leído completo, sería otro cantar”.

Y los asistentes, muchos de los cuales se han venido con un libro bajo el brazo (conseguido con ímprobos esfuerzos) para arrancarle una dedicatoria, sonríen y piensan a la vez. Esa sonrisa mezclada es la mosca que queda flotando en el ambiente, la mosca que ha dejado su poesía, llena de sorpresas, viva como una lagartija que sabe hacer cosquillas donde debe hacerlas un poema, y que sin embargo ha sonado más bien floja en la voz de D´Ors, que la lee con frío. No anda bien la megafonía, dos micrófonos superpuestos no dan abasto para llevarle hasta las últimas sillas, y ha sido necesario apagar el rumor de la calefacción para echarle una mano al silencio que reina en la sala. Da igual, sus poemas pueden con todo, vencen a la intemperie interior en que se ha convertido el salón de Grados de Humanidades.

Miguel D´Ors, el montañero en los fines de semana, el profesor de Literatura Española en la Universidad de Granada, el capricornio, el ciclista de los miércoles, el gallego que ejerce, el perfeccionista, es sobre todo en la tarde de Albacete un poeta de culto, cosa que el mismo, por supuesto, negaría. ¿Qué diablos es ser un poeta de culto? Acaso haber escrito poemas que ya se saben de memoria un puñado suficiente de aficionados, como Pequeño Testamento, o La Carta, o La Mujer Diez. Él los lee para su público. Los lee al final. Pero antes introduce los nuevos, algunos inéditos que nadie ha escuchado antes. Le gusta probar cómo suenan, qué cara pone la gente al escucharlos, dice que para sacar conclusiones antes de seguir rumiándolos y puliéndolos en el ordenador. Porque esto es noticia: se ha pasado al ordenador, que facilita un trabajo que antes fue de manualidades, de pegar una palabra o una frase sobre la errata hasta dejar el borrador convertido en un mapa o un palimpsesto de textura variable.

“Sólo el trabajo borra las huellas del trabajo” es el lema que ha repetido hasta la extenuación D´Ors, que ahora ni lo menciona, de tan interiorizado como lo tiene. Y ahí sigue, con sus dudas, que luego se convierten en hallazgos magistrales, con su sentarse de perfil para que no le moleste la lesión de rodilla de cuando tuvo que rescatarlo de la montaña la Cruz Roja. Un poeta de culto es eso: un montañero que se pierde en solitario en busca de una cumbre inaccesible, la perfección. Pero él no valorará el camino andado, por supuesto, porque ya hay otra montaña esperándole. Y busca las razones por las que la edad va lentificando su creación. “A lo mejor es que me he vuelto más exigente…” ¿todavía?

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